Ilusión.

El destino por excelencia del viaje de fin de curso de los recién egresados de las escuelas secundarias bonaerenses es la ciudad de San Carlos de Bariloche, donde se puede disfrutar de la nieve y de interminables noches de baile y diversión. Yo, por razones del momento no pude realizar ese viaje, así que me perdí, además de las eternas fiestas, de la nieve; hasta el día de ayer solo vi caer tres copos de nieve en una ciudad holandesa, donde esos tres copos me hicieron ilusionar de ver mi primera nevada. Así que a mis 41 años, conservaba sonriente la ilusión de conocer ese maravilloso fenómeno de la naturaleza, que placer.

Que decir, mientras vivíamos la fecha que conmemoraba un nuevo aniversario de la independencia de esta nación, el clima nos jugo una extraña movida, haciendo que nevara en lugares en los que tradicionalmente no lo ha hecho, entre ellos mi ciudad y sus alrededores, o si nevó lo hizo en ocasiones especiales por breve tiempo, ese día, los verdes y conocidos paisajes de siempre parecían la postal de otro lugar, todo había cambiado a causa del manto de nieve que los cubría.

Mi primera nevada, entusiasmado como un chico decidí disfrutarla, me llene los ojos con las imágenes de esos copos cubriendo lentamente las cosas, sentir su textura, la sensación cuando por accidente uno se deposita en la boca, los pequeños muñecos que la gente hacia con la nieve acumulada en sus automóviles.

Claro, como en mi vida he visto nieve, no sabia como se usa, así que comprobé que a cualquier observador de la nieve que se precie, debe vestir una ropa adecuada para la ocasión, por que la nieve, delicada en su caída, con sus cualidades poéticas y de diversión, cubre rápidamente las superficies, incluso las de este narrador, que con un elegante abrigo de lana y poliéster, aprendio que la tan ansiada y simpática sustancia, tiende a derretirse y humedecer la ropa, lo que hace que uno se tiña de un azul persistente en labios y mucosas y claro tiemble incontrolablemente, lo que se potencia estando lejos de casa.

Esperaba un ómnibus a La Plata, en plaza Miserere, el barrio de Once en capital, sin refugio a la persistente y abundante nieve, la sonrisa inicial convertida en rictus agónico, incapaz ya de encender un cigarrillo, los dos intentos previos exitosos, fueron apagados por sendos copazos de esa porquería de agua congelada que es la nieve, ya que mi encendedor estaba húmedo, como el resto de mi a esa altura de la noche. Debí defenderme de un niño que intentaba colocarme una zanahoria a modo de nariz y una vieja pipa de madera en la boca, confundiéndome con un muñeco de nieve, yo no se como hay gente que ansia conocer esa nefasta sustancia húmeda y pegajosa, que cala hasta los huesos, habráse visto semejante tontería.